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viernes, 1 de agosto de 2014

· IBEROS ·

LA HETEROGENEIDAD IBERA

Durante los siglos VIII al VI a.C. la influencia de las colonizaciones fenicia y griega fraguó la iberización de Andalucía, el litoral mediterráneo, el valle del Ebro y Cataluña. Mientras tanto, la meseta y el norte peninsular permanecerán sujetos al homogéneo substrato indoeuropeo introducido por los hombres de la cultura de los campos de urnas. Ya vimos que estos agricultores y ganaderos nómadas entraron en diferentes oleadas, pero hasta el siglo VI no aportaron los elementos de una cultura conocedora de la labra del hierro. A pesar de sus rasgos distintivos, en ciertas zonas entraro en contacto y se fusionaron con pueblos de cultura ibérica. De esta unión nacieron los núcleos celtibéricos.

Con el nombre de iberos conocemos a una impresionante variedad de pueblos. En el sur de la Península, desde Sierra Morena hasta el mar, se distingue un área homogénea poblada por turdetanos (descendientes directos de los tartésicos), bastetanos (de Basti o Baza, extendidos por la zona de granada) y oretanos (en las regiones mineras de Sierra Morena). Sin embargo, en el área oriental, el iberismo se combina con ingluencias griegas, y sufre la división profunda entre pueblos procedentes de la penetración indoeuropea. Esta fragmentación explica el abultado número de tribus: edetanos (desde Cartagena al Ebro), ilergetes (en la Cataluña interior), indigetes (en la costa), jacetanos (en los Pirineos), contestanos (entre Valencia y Alicante), costeanos (en Tarragona) o laietanos (en la provincia actual de Barcelona).

Iberos, según Estrabón 

Todos estos pueblos, fruto del contacto entre el componente indígena con los fenicios y griegos, adaptaron su economía al terreno en el que se establecían. La agricultura (basada en el cultivo de cerales, viña y olivo) y la ganadería eran las principales actividades económicas de los iberos, siendo predominante la primera en la baja Andalucía y el valle del Ebro, y la segunda en el interior y en las áreas montañosas. Los iberos introdujeron el lino, y al ser hábiles manipuladores del esparto -una fibra que al permitir multitud de utilidades (maromas, espuertas, tejidos...) gozó de gran importancia estratégica en tiempos pretéritos-, pudieron desarrollar una industria textil muy diversificada. A su vez, la metalurgia del hierro, en la que los pueblos del país sobresalieron pronto, facilitó la modernización del armamento y la adquisición de un instrumental agrícola y artesanal muy funcional. Los principales centros mineros de plata se establecieron en Ilipa, Aci y Cartagena, mientras que el Moncayo destacó por sus minas de hierro, Castulo (Linares) por el plomo y Almadén por el cinabrio.

Ciudad-estado ibera
Esta sociedad se apoyaba en las famosas ciudades-estado iberas. La inseguridad reinante hasta el V a.C. impulsó a la mayoría de los pueblos a asentarse en lugares altos y de dificil acceso. La arqueología apunta a la dispersión de una parte de la población en núcleos pequeños y permanentes, lo que aconsejaba su fortificación. No dudaron en dotarse de murallas bien trazadas, pero el urbanismo no fue su fuerte y optaron por adaptarse al terreno sin necesidad de removerlo. Las calles solían ser longitudinales y a ellas se adaptaban las casas. Estas tampoco eran excesivamente elaboradas y predominaban las viviendas pequeñas, rectangulares o cuadradas, de mampostería o adobe y de una sola planta. El mundo ibérico se repartía entre ciudades grandes (Sagunto, Ullastret, Ilici), pueblos grandes (La Bastida de los Alcuses) y una infinidad de pequeñas poblaciones y caseríos.

El aumento de la riqueza proporcionaba en la boyante economía ibera no se tradujo en un reparto equitativo entre toda la población. Al tiempo que unos pocos obtenían ganancias fabulosas, fue surgiendo una amplia masa de pobres que no tenían mas salida que la emigración a las urbes andaluzas o engrosar la nómina de mercenarios en los ejercitos de las potencias mediterraneas. Este aumento de la pobreza era independiente de las formas de gobierno y existía tanto en las comunidades regidas por sistemas republicanos u oligarquicos (Sagunto), como en las que el poder era heredado por reyes como Indibil (entre los ilergetes), o Amusicus (entre los ausetanos).

Las diferencias sociales se aprecian claramente en los enterramientos. Mientras la inhumación se reservaba a forasteros y desconocidos, el común de los iberos se incineraban, guardando las cenizas en urnas (de barro, alabastro, bronce) o encistas (de piedra o metal). Por lo general, estas urnas eran depositadas en fosas, mientras que unas minorias lo hacían en la camara de un panteon (familiar o individual) junto a un ajuar compuesto de armas (en el caso de los hombres) o doméstico (las mujeres). Cuando el fallecimiento sobrevenía lejos del hogar del difunto y sin el ritual correspondiente, se le enterraba en un cenotafio que daba cobijo a su espíritu. Las tumbas mejor conservadas son de sillería o mampostería, pero también las hubo de adobe y madera, recubiertas del habitual túmulo de tierra. Dado que se trataba de que el difunto perviviese en su última morada, no es extraño encontrar recipientes de alimentos y bebidas, así como el huevo órfico generador de vida en el que creían muchos de los pueblos mediterráneos. Casos excepcionales, que no dejan de reflejar la existencia de una élite enriquecida, son los enterramientos en los que el muerto se acompaña de caballos sacrificados e incluso por un carro desmontado en el interior de la tumba como sucede en La Toya (Jaén).

Dama de Elche
La religión ibérica se distingue por su sincretismo o capacidad de adoptar cultos y divinidades de otras culturas (en este caso, fenicia y griega), y por un naturalismo que se percibe en su santuario, erigidos en parajes sobrecogedores como el Collado de los Jardines (Despeñaperros), Castillar de Santisteban o el Cerro de los Santos (Albacete). Estos lugares eran frecuentados por viajeros que dedicaban sus ofrendas al espiritu de la Tierra que se creía habitada allí y al que se trataba de hacer propicio para lograr la felicidad propia y la de los familiares. Los santuarios del sur y este peninsular contienen inmensas cantidades de exvotos de barro y bronce en los que se retrataba la sociedad ibera.

La escultura iberica estaba muy influida por la frontalidad y el hieratismo griego y fenicio. Estos rasgos son mas acusados en las figuras humanas femeninas, que alcanzan su momento estelar en los siglos V y VI a. C. con esculturas policromadas como las célebres Damas de Elche y Baza, o la Dama oferente del Cerro de los Ángeles. Estas tallas debían ser imágenes utilizadas con motivos rituales en los enterramientos. Los iberos también destacaron por la representación escultórica de animales muy estilizados que podían ser reales (leones, caballos, toros) o fantásticos (esfinges, grifos), y se usaban también con la misma motivación ritual.

En otros aspectos de su cultura material, como la cerámica, los iberos también fueron deudores de fenicios y griegos. Gracias a la importación de cerámica de estas colonizaciones mediterráneas los artesanos iberos pudieron imitar sus estilizados modelos. Caracterizada por su decoración roja, la cerámica ibérica también recibió influencias del propio sustrato indígena, pues ciertas piezas iberas presentan una tipología que debe mucho a los talleres tartésicos de El Carambolo o Carmona. Todas estas influencias vuelven a aparecer en el alfabeto y escritura ibérica.

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