El calendario del mundo antiguo estaba dispuesto en torno al culto de los astros y era fijado por los astrólogos o magos. El cristianismo lo adaptó a las nuevas condiciones de vida que se imponían, de modo que cada día quedaba dedicado a un santo o una fiesta de Jesús o de la Virgen. Se procuró, en lo posible, que las fiestas de la Virgen sustituyeran a las lunas nuevas o novilunios. A su vez, las faenas del campo fueron establecidas en estrecha relación con los santos.

En la Roma antigua el año comenzaba en primavera, por el mes de marzo, y en un primer momento estaba configurado por diez meses con un total de 304 días, aunque posteriormente quedó establecido en doce al añadirse los de januarius y februarius. Tras varias reformas, el papa Gregorio XIII, en 1582, por medio de la bula Inter gravissimas, reformó el calendario (el mismo que rige en la actualidad) según el proyecto de Luigi Giglio, al que secundaron los matemáticos europeos y que fue aceptado progresivamente: la Alemania protestante lo adoptó en 1700, y Gran Bretaña en 1752.
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