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miércoles, 10 de septiembre de 2014

· EUROPA MEDITERRÁNEA ·


Mapa del Mediterráneo, siglo XIV.

Desde el punto de vista de la historia de la Tierra, el Mediterráneo es fruto de la llamada orogénesis alpina, que también dio origen a los Alpes y a los Pirineos y que fue el resultado del acercamiento, durante el cenozoico, de las placas de Eurasia y África. El Mediterráneo formaba parte del antiguo mar de Tetis, que separaba África de Eurasia y entre cuyos supervivientes, y por tanto hermanos del Mediterráneo, se cuentan el mar Negro, el mar de Aral y el mar Caspio.

Los cambios ocurridos en el mar Mediterráneo desde su primitiva aparición son incontables, hasta el extremo de que ha habido épocas en que dejó de existir, es decir, llegó a desecarse. Se ha de tener en cuenta que la única salida natural del Mediterráneo es a través del estrecho de Gibraltar, que tiene apenas 14 kilómetros de anchura y por lo tanto ha estado expuesto a numerosos accidentes y cambios de acuerdo con los movimientos de las placas tectónicas de lo que hoy llamamos África y Europa. Sin ir más lejos, las islas de Mallorca, Menorca e Ibiza son un ejemplo vivo de tales vicisitudes, y a través del estudio arqueológico de su fauna y de su flora, los científicos han sido capaces de reconstruir a lo largo del tiempo (al menos en parte) una circulación de animales y plantas de unas islas a otras y desde estas a la península. La presencia de determinadas plantas y animales no hubiera sido posible de no haberse dado épocas en las que los traslados entre islas o desde la península podían efectuarse a pie. Pero otro tanto podría decirse de las restantes islas y penínsulas de todo el arco mediterráneo.

El nexo de unión entre el mundo físico llamado Mediterráneo y el espacio histórico-espiritual del que surgió la cultura europea es solo, a su vez, otro mundo dentro de Europa. Se trata cómo no, del mar Mediterráneo, cuyos 2.505.000 kilómetros cuadrados de superficie limitan con Europa, al norte; África, al sur; y Asia, al este. Como queda dicho, hacia el oeste comunica con el océano Atlántico a través del estrecho de Gibraltar, mientras que desde principios del siglo XX existe una salida artificial hacia el mar Rojo mediante el canal de Suez. Esa apertura o intercomunicación entre dos mares (Mediterráneo y Rojo) no tiene ninguna influencia física porque la circulación de agua -y por lo tanto de microorganismos y plantas- es ínfima, pero en cambio sí ha tenido una gran importancia económica y política.

Tanto el templo como las mansiones nobles de esta población croata en Istria denotan un origen inequívocamente veneciano. Por si ello fuera fuera poco, su nombre actual, Rovinj, apenas consigue disimular la denominación italiana cuando era un puerto comercial muy atractivo, Rovigno.

Siempre desde el punto de vista de la configuración física también pueden distinguirse dos grandes cuencas, la occidental y la oriental, cuya frontera estaría delimitada por el canal de Sicilia que une los 150 kilómetros que separan la isla italiana de las costas africanas de Tunicia. Asimismo, una aproximación a los fondos marinos del Mediterráneo nos permite delimitar varias cuencas secundarias, las más importantes de las cuales serían, en la zona occidental, el mar de Alborán, el mar de las Baleares, el mar de Liguria y el mar Adriático, y el mar Egeo, el cual comunica con el mar de Mármara y el mar Negro a través del estrecho de los Dardanelos y del Bósforo, en Turquía.

Desde otro punto de vista diametralmente opuesto, y ententida como región histórica y natural, la Europa mediterránea es, antes que nada, un ideal. Una seña de identidad que vincula a millones de personas con un proceso histórico cuyo desarrollo ha costado siglos de incertidumbres y que ha requerido las vidas de innumerables generaciones. A lo largo de dicho proceso cada país ribereño ha procurado conservar su identidad, o ha legado para la posteridad el recuerdo de su singularidad en época heroica.

El resultado, esa entidad a la que llamamos Mediterráneo, es un espacio común nítidamente delimitado y que, no obstante su extraordinaria diversidad, ha dado a la civilización de Occidente rasgos y valores tan significativos como la democracia ateniense, el derecho romano o el concepto del hombre como centro y eje del universo. Cada uno de esos rasgos o conceptos civilizadores esconde a su vez un proceso histórico y una acción colectiva extraordinariamente compleja y azarosa, aunque por ello mismo tanto más meritoria. Si Grecia puso los fundamentos, Roma impulsó un momento de plenitud a lo largo del cual contar la historia del Mediterráneo era contar la historia del mundo conocido, aparte de haber desarrollado una lengua como el latín que iba a servir de vehículo de transmisión del saber entre las elites ilustradas hasta los siglos XVI y XVII. Y qué decir del Renacimiento, responsable de una reducción del universo a escala humana y que, además de haber dado a luz obras de arte de una belleza insuperable, todavía hoy rige los criterios morales e intelectuales de la civilización occidental.

Allí donde se dirija la mirada surgen infinidad de rasgos y matices que hablan por sí mismos de la extraordinaria riqueza cromática, formal y humana que bulle detrás del gran enunciado al que llamamos Mediterráneo. En él se mezclan, con un desorden no tan aleatorio como parece a primera vista, las huellas dejadas por la relación de los hombres con sus dioses y plasmadas en unas obras religiosas de gran belleza, pero también en celebraciones, fiestas y ritos que siguen celebrándose hoy como hace centenares de años; cabe asimismo resaltar la íntima adecuación del paisaje a las necesidades humanas, al menos hasta que la revolución industrial ofreció unas posibilidades entonces desconocidas y que muchas veces han jugado en contra de los usos y las costumbres tradicionales, los materiales locales y los gustos y las modas imperantes en cada lugar. A pesar de lo cual, la vitalidad arquitectónica y constructiva popular, fruto de un conocimiento y una sabiduría ancestrales, todavía domina el paisaje mediterráneo y permite hablar de un estilo propio, como bien pueden comprobar los millones de turistas que cada año invaden las islas Baleares, Sicilia, la costa de Dálmata o Grecia. También cabe añadir la exótica aparición de otras formas de vida ya en las fronteras asiáticas, unas manifestaciones étnicas y culturales que Europa acabará absorbiendo, como en el pasado supo integrar a las sucesivas oleadas de pueblos procedentes de Oriente. Todo ello solo para avanzar un vislumbre de la extraordinaria variedad cromática, paisajística o humana que encierra el Mediterráneo y que está en situación de ofrecer a sus visitantes con toda naturalidad.

ARQUITECTURA RELIGIOSA

El legado religioso mediterráneo es de una extraordinaria riqueza y variedad, aunque lo mismo podría decirse del restante patrimonio europeo en su conjunto, ya sea religioso, arquitectónico, pictórico o intelectual. Pero por limitarse solo a lo religioso, su legado está en perfecta concordancia con la longevidad de su civilización y la asombrosa capacidad de renovación demostrada por los pueblos que sucesivamente han ocupado el solar europeo. Todos ellos traían sus propios dioses y en algunos casos los impusieron a los pueblos ya asentados, pero otras muchas veces fueron estos quienes impusieron sus propias creencias a los recien llegados. El resultado de esa interacción queda plasmado en el legado religioso mediterráneo, un ejemplo de imaginación sincrética, sagacidad social y sentido del equilibrio entre diferentes concepciones espirituales del mundo, pero que sobre todo puede verse como muestra palpable de cómo dar respuesta a las cambiantes necesidades espirituales surgidas a lo largo de tantos siglos de vida en común.

Las majestuosas columnatas de la plaza de San Pedro en el Vaticano son una de las muchas contribuciones que hizo Gian Lorenzo Bernini a esta obra cumbre en el arte religioso del Renacimiento y, desde su construcción, epicentro de la cristiandad.

En el interior de ese espacio que hoy concebimos como mediterráneo, al seleccionar un humilde templo levantado en una isla perdida del Adriático y compararlo con alguna de las obras cumbres del arte religioso universal (pongamos el ejemplo más señero de todos, San Pedro del Vaticano) se pone de manifiesto una rara coincidencia. El Vaticano quería ser el símbolo de una comunidad de fieles unidos por una fe religiosa que aspiraba a extenderse por el mundo entero, a fin de explicar su verdad. De paso, y a través de la suntuosa majestad de ese templo ejemplar, se quería transmitir al mundo un mensaje que hablase inequívocamente de la importancia y el poder de los príncipes religiosos que ordenaron su construcción. Es decir, que a un motivo inicial genuinamente religioso se unió más adelante otro propósito mundano y de carácter político muy acorde con el papel que entonces jugaban los papas de Roma en el concierto de naciones europeas. En consecuencia, se recurrió a los mejores arquitectos, pintores, escultores y orfebres de la época, nada menos que Bramante, Rafael, Miguel Ángel, Bernini y un larguísimo etcétera de artistas de primer orden que pudieron trabajar sin trabas de orden económico ni material.

La humilde fragilidad del monasterio griego de Meteora, colgado entre formidables farallones, es más aparente que real, pues si bien fue osadamente construido al borde del precipicio, permanece ahí, incólume, desde 1388.

Por su parte, y a su manera, aquellos fieles del islote perdido en algún confin del mar Adriático que juntaron fuerzas y alzaron entre todos una modesta estructura de ladrillo encalado y policromado solo buscaban delimitar y techar un espacio al que luego declararon sagrado y en el que se reunieron desde entonces y hasta nuestros días para orar todos juntos. Sin embargo, algo ocurre con el espíritu que emana de las contrucciones religiosas heredadas del pasado, pues bien miradas resulta que son todas una y la misma. Pese a las aparatosas diferencias de tamaño y riqueza ornamental que pueden apreciarse a simple vista entre una de las grandes catedrales centroeuropeas y una ermita alzada a las afueras de una remota aldea mediterránea, el espíritu que insufló el deseo de juntarse fue el mismo y también  el próposito más noble de erigir entre todos una morada sagrada. Que hoy, tantos siglos después, la gran catedral y la ermita sigan en pie y continúen cumpliendo su misión primitiva es una prueba más de la religiosidad que emana de ambas construcciones, tan alejada del espíritu material y mundano que caracteriza a nuestra era.

EL LEGADO GRECORROMANO

Siempre se ha dicho que el espíritu griego estaba fundado en la curiosidad, el afán de conocimiento y el gusto por el intercambio. Fue dicho espíritu lo que impulsó a los griegos a lanzarse a los mares y conocer otras culturas e intercambiar ideas y conocimientos con otros pueblos. Que gracias a aquellos viajes lograsen obtener de paso beneficios comerciales forma parte de la naturaleza humana, siempre atenta a las ventajas materiales derivadas de una actividad que empezó siendo espiritual. Pero ya en el siglo VII a.C. la influencia griega se extendió por todo el Mediterráneo gracias a una importante red comercial paralela a la fenicia y que partiendo de Asia Menor llegaba hasta la península Ibérica. Con Alejandro Magno (356-323 a.C.), el mundo griego quiso acabar de una vez por todas con la amenaza persa y volvió el rostro hacia Oriente, encontrándose a la vuelta de muy pocos años a la cabeza de uno de los imperios más extensos y poderesos de la Antigüedad, pero que debilitó su presencia en Europa. Ello facilitó la emergencia de un nuevo poder, Roma, que una vez ventiladas sus querellas internas (guerras civiles) y externas (Cartago) se erigiría en la potencia hegemónica en la zona durante los siete siglos siguientes.


Incluso en su actual proceso de ruina y degradación, el Coliseo de Roma (construido a finales del siglo I) basta para afirmar la grandeza y el poderío de una ciudad que, en este caso, solo pretendió crear un espacio dedicado a los espectáculos deportivos y populares.

Pero a diferencia de los griegos, los romanos eran los civilizadores por autonomasia. Es cierto que el motivo primero de su expansión territorial, el comercio, no difería gran cosa del que impulsó a los griegos a lanzarse a los mares, pero allí donde iban los romanos procuraban reproducir las condiciones de vida materiales y espirituales que imperaban en el solar patrio. Por esa razón, el legado grecorromano es diverso y a la vez complementario. Lo importante de la herencia griega no son los puentes, las carreteras o los palacios, sino sus ideas, su universo poético y su sentido trágico de la vida. Una gran parte de su vocabulario, sobre todo en lo relativo a las grandes ideas, la filosofía, la religión o los atributos del alma, continúa viva en nuestra habla cotidiana, por más que el hablante medio lo ignore. Por su parte, el espíritu romano que todavía pervive en Europa es, antes antes que nada, un estilo de vida, un concepto estilístico del universo. Por ejemplo, su viejo código de derecho, uno de los pilares de la sociedad romana, que continúa en vigor en muchos países o bien ha sido adaptado a las necesidades de una sociedad moderna, pero conservando el espíritu de los legisladores romanos casi en su integriedad.

Entre las riquezas descubiertas en el palacio de Knosos, en una isla griega de Creta, surgieron los restos de frescos idílicos y serenos, fiel reflejo de la civilización minoica que habría de colonizar el Egeo.

Ello explica el que, por ejemplo, un habitante de las actuales ciudades de Tarragona o Mérida crea estar en casa al pasear por las ruinas de Palmira, en Siria, o por el recinto del gran palacio romano de la localidad croata de Split, situada sobre el Adriático. En ambos casos se trata de obras llevadas a cabo por el emperador romano Diocleciano. Concretamente, el palacio de Split es una obra de finales del siglo III y en realidad se trata de una construcción mixta, mitad residencia oficial y mitad recinto militar. Además del palacio propiamente dicho, dentro del perímetro rectangular amurallado había una zona dedicada a templos y otra en la que se alternaban las zonas residenciales, los cuarteles y los edificios administrativos oficiales.

ISLAS DEL MEDITERRÁNEO

Repartidas por los aproximadamente 2'5 millones de kilómetros cuadrados de superficie que tiene el Mediterráneo existen unas 3.000 islas. Entre las más importantes por su peso en la historia e influencia en el mundo antiguo algunas, como son los casos de Sicilia y Cerdeña, son gigantescas (25.708 kilómetros  cuadrados la primera y 24.090 kilómetros cuadrados la segunda) y están  muy desigualmente pobladas (4.866.000 personas en Sicilia y 1.599.511 en Cerdeña). Otras, en cambio, son francamente pequeñas y relativamente poco pobladas, como son los casos de Chipre (9.251 kilómetros cuadrados y 689.500 habitantes en el territorio griego y 200.500 habitantes en el sector turco) o Creta (8.261 kilómetros cuadrados y 601.000 habitantes). Ello por no hablar de otras como las islas Cícladas, diminutas en tamaño y población pero con unos nombres (Paros, Santorini, Naxos) repletos de resonancias míticas.

La configuración geológica de las islas Kornati, en el Adriático, hace imposible el desarrollo de la vida humana. Por el contrario, eso garantiza la existencia de hábitats terrestres y marinos de una belleza agreste y salvaje.

Una característica de las islas mediterráneas es que su importancia histórica no depende de su tamaño y población, y aquí vuelven a salir los casos de Chipre, disputada tan ferozmente como si fuese una joya de incalculable valor por hititas, micénicos, egipcios, asirios, persas, atenienses y romanos; o el de Creta, solar de una civilización como la minoica, sin la cual la cultura grecolatina no hubiera sido lo que fue y por tanto la civilización occidental tampoco se parecería a la actual. Directamente relacionada con Creta surge el nombre de la isla de Thera, la actual Santorini: hacia el año 1500 a.C. tuvo lugar una brutal erupción volcánica que no solo hizo desaparecer literalmente islas enteras, o cercenó severamente otras, como la propia Thera, sino que sus consecuencias fueron devastadoras por ejemplo para la propia Creta, que pese a estar a más de 100 kilómetros de distancia desapareció bajo las aguas del maremoto provocado por el volcán y que según cálculos modernos provocó olas de entre 35 y 135 metros de altura. Todo parece indicar que, además de la civilización minoica entera, también las flotas cretenses desaparecieron como por ensalmo, no siendo de extrañar que los arqueólogos sigan encontrando restos de barcos a varios kilómetros en el interior de la isla. Por su parte, la columna de fuego y cenizas que surgió por la boca del volcán alcanzó no menos de 30-35 kilómetros de altura y provocó un oscurecimiento en la zona que tardó varios años en desaparecer, siendo hoy en día perfectamente visibles sus efectos en los troncos fósiles encontrados en la zona. Junto con la desaparición de Troya, lo ocurrido en Thera es una de las catástrofes más importantes de la antigüedad.

Deslumbrado por la belleza de esta propiedad mallorquina llamada Son Marroig, el archiduque Luis Salvador de Austria la convirtió a finales del siglo XIX en un paraíso a la italiana que todavía perdura.

En la actualidad, además de una larga historia y numerosas resonancias míticas, las islas mediterráneas ofrecen otros atractivos muy de apreciar, como un clima privilegiado, paisajes y rincones naturales de extraordinaria belleza y una gastronomía condimentada con la sabiduría acumulada durante miles de años. Escritores tan diversos como lord Byron, Henry Miller o Edward Morgan Foster quedaron tan profundamente impresionados por la belleza y el magnetismo de las islas que no solo escribieron libros y poemas enormemente elogiosos sobre ellas, sino que hubo casos, como el del escritor británico Lawrence Durrell, en que se produjo un cambio de personalidad y ciudadanía, pues Durrell no solo se quedó a vivir allí para siempre, sino que hizo de ellas, y de las ciudades ribereñas del Mediterráneo, el núcleo fundamental de sus escritos.

CELEBRACIONES POPULARES

Gran parte de las festividades colectivas mediterráneas son religiosas, pero hay un buen número de ellas que son de carácter laico. En uno u otro caso, en casi todas las manifestaciones populares está presente un inequívoco trasfondo de celebración ancestral, casi se diría que anterior a las religiones y las creencias. Por ello, muchas veces resulta difícil delimitar en una ceremonía religiosa dónde acaba la sincera y humilde aproximación del pueblo a lo sagrado y dónde surge la pura y simple participación colectiva en la alegría de vivir y el gocede los sentidos. Por la misma razón, en el caso de algunas celebraciones laicas tampoco podría decirse que no tengan un origen religioso por más que su sentido actual sea solo social.

En Cataluña, los círculos concéntricos de espectadores pasan de la grada a la arena y sin distinciones ni solución de continuidad acaban fundiéndose con el grupo de mozos que levantan un castillo humano, fruto del esfuerzo y el aliento de todos. Son los famosos castellers.

Lo que ocurre es que, ya sea de forma laica o religiosa, la celebración participativa y comunitaria es una necesidad que se manifiesta en el hombre desde el principio de los tiempos. En las tumbas más antiguas, en los yacimientos arqueológicos más estudiados o en las pinturas más arcaicas siempre es posible ver dibujado un objeto, un instrumento musical o un acto social que carecerían de sentido sin el componente lúdico, festivo y participativo inherente a la fiesta.

Las máscaras algo inquietantes velan la identidad, mientras que el color y el lujo igualan a todos durante unos pocos días de alegre desafuero carnavalesco en Venecia. Luego viene la Cuaresma con sus ayunos, y más vale recibirla bien preparados.

Otra característica propia de la fiesta es su sentido profundamente democrático y libre, como lo prueba el hecho de que una de las primeras medidas adoptadas por los gobiernos autoritarios es restringir radicalmente el calendario festivo. Consecuentemente, una de las primeras medidas populares cuando cae un régimen antidemocrático es recuperar el calendario festivo tradicional. El concepto mismo de la fiesta es griego (fas), y se reservaba para aquellos días sagrados que eran muy resaltados para distinguirlos de sus contrarios (nefas, de ahí, nefasto), o sea, días estos en los que imperaban las habituales realidades de la condición humana. Para que resultasen auténticos días festivos, y fuera de la ley que regía oficialmente el resto del año, los nefas eran días fuera de cuentas, un poco como todavía lo recuerda hoy el carnaval por más que actualmente sea un pálido reflejo de la clase de fiesta que fue en el pasado: en el carnaval, el disfraz propicia la clase de impunidad que conlleva la pérdida de la identidad, por lo que parecería como si la transgresión, el acto que sitúa a quien no lo ejecuta fuera de la ley, lo cometiese otro. Por ingenuo que parezca, el mecanismo funciona con gran regocijo por parte del pueblo y disgusto de las autoridades eclesiásticas y civiles, razón por la cual estas tienden a prohibirlo allí donde poseen autoridad suficiente.

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