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martes, 28 de octubre de 2014

· LA VIEJA CULTURA DEL VINO ·

 
Hay un arbusto rastrero del género Vitis (orden de las ránnidas, subclase dialipétalas, clase dicotiledóneas, subtipo angiospermas y tipo fanerógamas) cuya raíz se hunde hasta 10 y 15 metros en el subsuelo buscando alimento. Ese arbusto da un fruto en forma de racimo y no necesita que los suelos sean especialmente ricos, ni el clima demasiado lluvioso, por la misma razón que, en su momento justo, un sol despiadado le sienta de maravilla a la hora de madurar esos granos dulces, jugosos y arracimados, pero que tienen una fastidiosa tendencia a echarse a perder si no son consumidos o tratados de inmediato.

Se trata, cómo no, de la vid, la viejísima, generosa y largamente conocida vid de cuyos frutos fermentados sale el vino. Y con él una cultura, una economía, una forma de entender la vida, como bien puede apreciarse con solo acercarse a las grandes zonas vitícolas de Burdeos, La Rioja, Ribera del Duero y tantas otras.
En el Génesis (9:20) se atribuye el invento del vino a Noé, al que se atribuye asimismo una cierta ignorancia acerca de las consecuencias de ingerir inmoderadamente un mosto que llevaba ya unos cuantos días prensado y filtrado (listo, pues, para adentrarse en el proceso de la fermentación). Todo hace pensar que esta, la capacidad de fermentar que tienen los jugos vegetales, es mucho más antigua de lo que la Biblia dice, y su "invención" no puede ser atribuida a nadie, por la misma razón que sería ocioso dilucidar si primero fue el vino o la cerveza, o si aún fueron descubiertas antes las bebidas hechas con frutos tropicales fermentados.

Los griegos desde luego lo conocían, salvo que se consideraba de mal gusto beberlo sin mezclarlo con agua, probablemente porque dados sus deficientes métodos de elaboración y conservación no era una bebida agradable de beber sola. Los romanos demostraron mayor destreza, sobre todo con sus famosos vinos falernianos, y fueron sembrando viñas allí donde se asentaron. Con la desaparición del Imperio romano y su sustitución por pueblos que apreciaban más la cerveza, el vino sufrió un bache que podría haber sido fatal de no haber sido por una circunstancia tan fortuita como feliz: en la comunión, era preceptivo que la transformación de la sangre de Cristo se hiciese a partir del vino, razón por la cual los monasterios se encargaron de cuidar las cepas y elaborar unos caldos que todavía hoy llevan el nombre de sus santos creadores.

El peor revés, sin embargo, fue la epidemiade la filoxera que se extendió por toda Europa en el siglo XIX y que no solo arrasó todos los viñedos continentales, sino que llegó incluso a lugares tan apartados como las islas Canarias y Madeira. Por fortuna, las cepas americanas demostraron ser inmunes a la plaga y, tras un rápido proceso de adaptación, el vino recuperó con todo derecho su lugar preeminente en las mejores mesas del mundo.

Gracias a tan larga y fecunda historia, cuando en la mesa la boca se inunda de la asombrosa variedad de aromas y matices que aporta un buen vino, el afortunado que sostiene en la mano una copa recién servida siente, por fuerza, un sentimiento de infinita gratitud por el arduo y sabio proceso de elebación sufrido por ese caldo antes de aparecer en la mesa. A oscuras, al abrigo del ruido y los cambios climáticos, el vino sufre un proceso de envejecimiento que ha necesitado siglos de pruebas y fracasos antes de convertirse en una exquisita técnica destinada a satisfacer los paladares más exigentes.

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